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28 junio 2005

Castigos divinos y juegos de burros

Me pregunto que pasaría ahora si en un colegio un alumno fuera amarrado por la maestra en el mesabanco, para que se estuviera quieto durante las clases. O si el reducido montón de varones del salón, por órdenes de la misma, nalgueara frente a tod@s al susodicho. O alguno que otro alumno descarriado de grados inferiores, purgara la sentencia de la silla invisible. En 1984, quinto grado, Colegio (de monjas) Fray Pedro de Gante. Madre Graciela (Dios la guarde y le dé vueltas en su hamaca gloria). No me dejará mentir Memo Nájera.

Eso sí, prohibido a la hora del receso, por aquello de no dislocar las espaldas, poner a prueba las habilidades de impulso, voladoras y férreas y dejar caer el cuerpo acelerado con el poder de la gravedad sobre la fila, --horizontal columna humana-- donde agazapados niños (entre más, mejor) conformaban el lomo de la burra, que soportaría a los tamales, en algo que no se sabría si es el pataleo fulminante de las ancas o el apareo primaveral con todo y carga, pero siempre termina por torcérsele algo y todos se desparraman. La denominda Burra Tamalera, que enfrenta a dos equipos y tiene estrategias desde las habilidades y complexiones físicas de los integrantes, persigue la resistencia --virtud de tan sacrificado equino-- de la común unión. Vamos, esas cosas divertidas donde el dolor, si llegaba a sentirse, sería la hazaña del día y no el castigo divino por un acto que Dios ni vio. ¡Sí éramos burros, pero no para su jalón de orejas!

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